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Un burro afortunado

PABLITO EL BURRITO

Introducción

Este cuento es parte del libro de Cristián Sahli Lecaros titulado Personajes del Pesebre, de la editorial Didaskalos. Puedes encontrar más información sobre este libro aquí.

Un burro afortunado

Soy el burro más viejo de este lugar, acabo de cumplir los cuarenta años. Muy pocos burros superan esta edad. La mayoría muere antes, sea porque sus amos les maltratan con trabajos forzados o porque no les dan buena hierba para comer.

Yo tuve un amo temeroso de Dios y pude servirlo durante largos decenios. Era un burro fuerte, pero ya no lo soy. Mi cuerpo ha decaído a causa de mis años y no tengo el trote brioso de mi juventud. En todo caso, soy un burro feliz y no puedo quejarme de nada.

Me jubilé hace cinco años. Yo quería seguir trabajando, pero mi amo se negó a darme tareas desde que comencé a cojear de una pata trasera.

A la larga me he dado cuenta de que tenía razón, hay mañanas en que me duele todo el cuerpo y me supone un gran esfuerzo moverme. En todo caso, no crean que me he quedado de patas cruzadas.

Me dirijo todos los días al abrevadero de animales en el extremo norte de Belén. Allí me encuentro con otros animales, burros como yo, cabras y ovejas.

Gracias a mi experiencia y a la sabiduría que me ha dado mi larga vida ofrezco consejos a otros burros para que hagan su labor con paciencia; y a todos los animales indico dónde pueden encontrar buenos pastos, porque quiero que sean tan felices y saludables como yo.

Muchas veces me acerco a la orilla del camino que une Belén y Jerusalén, y veo pasar las caravanas. Regreso de inmediato al abrevadero cuando los hombres que las dirigen llevan a beber allí a sus animales.

Así me entero de noticias y novedades de todo Israel e incluso de las naciones vecinas. Estoy seguro de ser el burro más informado de Belén y sus alrededores; debo reconocer que me gusta saberlo todo y que soy algo curioso y oliscón.

Los mercaderes que vienen de tierras lejanas no hablan más que de dinero y de sus mercaderías, mientras los pastores suelen tratar de pastos y ovejas. Solo algunos son piadosos y hablan también de las tradiciones de la casa de David, esperanzados en la llegada de un Salvador.

Esta semana ha transitado un gran gentío por el camino hacia Belén. Hace días me enteré por unos soldados romanos que César Augusto ha ordenado un empadronamiento en todo el imperio, y por eso vienen aquí los israelitas de estirpe davídica (imagino que no hace falta explicar que David, el segundo rey de Israel, nació en Belén, es sabido por todos).

Han pasado muchos judíos por el abrevadero a refrescar sus animales, y no me he enterado de nada novedoso.

Sin embargo, esta tarde ha sido diferente porque en el camino se ha detenido una caravana de extranjeros con unos animales inmensos. ¡Jamás había visto especímenes tan grandes! Los llevaron al abrevadero, ¡y se bebieron toda el agua del depósito acumulándola en sus enormes jorobas!

La gran comitiva está presidida por tres hombres extravagantemente vestidos, que deben ser reyes o magos o las dos cosas a la vez. Sus ropajes relucen al sol, llevan sus cabezas cubiertas de ricos turbantes y calzan zapatos puntiagudos para proteger sus pies.

El intérprete de los reyes magos llamó a un joven pastor que merodeaba por allí con su rebaño y le preguntó:

—¿Cuánto dista de aquí el centro de Belén?

—Está cerca, a un estadio o poco más —respondió el muchacho con los ojos como platos.

—¿Has oído hablar del Mesías? —le preguntó el intérprete a petición de uno de los reyes magos.

—¡Claro! —respondió el pastor—. Los profetas lo anunciaron y son muchas las generaciones de antepasados que esperaban verlo. ¡Ojalá tengamos nosotros esa suerte! Él nos liberará de la opresión extranjera.

—¿Nacerá en Belén? —pidió preguntar otro rey mago.

—Eso no lo sé, no soy doctor de la ley —respondió el pastor, mientras seguía con los ojos una oveja que se separaba del rebaño.

—Venimos en su búsqueda —hizo que le explicaran el rey mago—. Seguimos una estrella que surgió en el oriente, anuncia que nacerá pronto en Belén y dará cumplimiento a la profecía de Miqueas.

—¿Cómo se llega al palacio de Belén? —pidió preguntar al intérprete el tercero de los reyes magos, el de piel más oscura.

El pastor se encogió de hombros y respondió:

—No conozco ningún palacio en este lugar, solo hay caseríos y gente humilde.

—¡Pero si se trata del Rey de los Judíos! —exclamó el primer rey mago sorprendido—. ¡Solo a un gran rey lo precede una estrella tan luminosa y venimos a adorarlo!

El pastor alzó la vista y se quedó mirando la estrella sin saber qué responder. Yo, el viejo burro, también la vi, es maravillosa y desprende un fulgor inigualable.

La fastuosa comitiva continuó su camino hacia la aldea, mientras yo regresaba al abrevadero.

El sol se estaba poniendo y comenzaba a oscurecer. Todos los animales se habían retirado, solo quedamos allí un buey tan viejo como yo y el burro que les habla.

Ya nos disponíamos a partir cuando vi que se acercaba una simpática pareja de viajeros.

Ella, una hermosa adolescente embarazada de muchos meses, iba montada sobre un borrico joven y sonriente como yo lo fuera en mi juventud.

Él, un hombre guapo y fuerte, dirigía al asno y tranquilizaba a la muchacha diciéndole que pronto encontrarían el lugar para que diera a luz.

Pensé que debía adelantarme para avisarles que no quedaba una gota de agua en el abrevadero y era mejor dirigirse a otro lugar, pero decidí esperar.

A medida que pude observar mejor —mis ojos han perdido buena parte de sus capacidades—, me di cuenta de que él y ella, a pesar de la inquietud por un parto inminente, demostraban serena seguridad.

Contemplé en silencio como se acercaban al abrevadero y comprobaban que estaba seco.

—Debemos buscar un establo o algo que se le parezca, una gruta, quizá. Con estos tablones no se puede hacer siquiera una cuna —dijo él.

Ella asintió.

Él le preguntó:

—¿Cómo te sientes, María?

—Un poco cansada. Debemos darnos prisa, todo indica que voy a dar a luz de un momento a otro.

 

Yo conocía un establo cercano y rebuzné caminando en esa dirección con el deseo de que me siguieran. La pareja lo hizo. Al ver el establo María sonrió.

—Está bien este lugar, José. Es paraje de animales, pero no hay lugar en las posadas de Belén y aquí hemos de quedarnos.

José asintió y le dijo:

—Es un misterio, María, pero debemos confiar en Dios.

Ayudó a María a bajar del burro y luego limpió el suelo, fabricó una cuna con unos maderos y la cubrió de paja. Acomodó a María lo mejor que pudo junto a la cuna, y luego nos llamó a mí y al buey.

—¡Eh, buenos animales! ¡Vengan conmigo! Buscaremos astillas y algo de leña para encender fuego.

Pasados unos minutos vi en el cielo una estrella que se movía en dirección al pesebre. Se posó sobre él y lo llenó de luz. «Ya debe haber nacido», oí susurrar a José. Se le veía emocionado, tenía el rostro arrebolado y le temblaban suavemente las manos.

—¡Eh! —nos llamó otra vez, sonriendo y sin hacer esfuerzos por contener su alegría—. ¡Vamos a ver a María!

Al regresar al establo María cobijaba entre sus brazos a un hermoso niño. La madre lo contemplaba sonriendo y brotaban de sus ojos lágrimas de felicidad. Envolvió en pañales a su hijo y lo recostó en el pesebre.

José besó en la frente al pequeño y a su madre, y se quedó mirándolos con tanto contento que parecía no caber en sí. El buey y yo tampoco podíamos quitarles los ojos de encima: parecía una familia celestial.

Pasó un rato. Me acerqué a la cuna y me eché a un lado, sin que los padres del niño me dijeran nada.

De inmediato se oyó el murmullo de muchas voces y el trajín de animales. Eran pastores, una decena o así, que se acercaban con sus ovejas.

A todos los conocía, por algo soy el burro más viejo del lugar.

Una vez que se arrodillaron junto a la cuna, se oyó una melodía sobrehumana, como de ángeles que cantaban: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». Me emocioné tanto que el corazón me latió fuerte como en la juventud.

No pasó mucho rato y vi la estrella que guiaba a los reyes magos posarse sobre el establo. Un momento después llegaron esos personajes venidos del oriente y se postraron ante el niño ofreciéndole oro, incienso y mirra, mientras le decían:

—En tu honor, oh Rey de los Judíos.

—Salve, oh Salvador del mundo.

—Alabado sea el Señor de señores.

Me era imposible saber si lo que vivía era sueño o realidad. ¿Podía ser verdad que el Mesías naciera en el establo cercano a mi abrevadero? ¿Elegiría Dios un lugar tan pobre, en un rincón de una aldea perdida de Palestina, para enviar al mundo a su Elegido?

Entonces María me dijo:

—Querido burro, acércate a Jesús, ofrécele tu calor en esta noche fría. Él es el Hijo del Altísimo, a quien el Señor ha dado el trono de David, su padre, y que reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin. Así me lo ha dicho el ángel en la anunciación.

Yo dirigí mis ojos cansados a los del Niño y su mirada me llenó de amor y de paz. Entonces creí que lo que vivía era verdad.

Esa noche me dormí junto a la cuna del recién nacido calentándolo con mi cuerpo gastado.

Y me dormí tan profundamente que me pareció no despertar. Sentí que me elevaba hacia lo más alto del cielo, y aunque me parecía alejarme de la maravillosa escena, me sentía más cercano que antes a esa familia santa y podía ver todo con mayor claridad.

Me embargó una enorme felicidad; ya no percibía tiempo, no había pasado ni futuro, era todo un gran presente.

No sé cuantos años pasaron, treinta o poco más, quizá. Durante ellos vi a José y a María empadronarse junto al Niño.

Los vi regresar a Nazaret. Contemplé a Jesús crecer y trabajar en el taller junto a su padre. Lo vi obedecer, predicar, elegir a sus apóstoles, fundar la Iglesia, morir en la cruz y resucitar.

Ya hace más de dos milenios que todo eso sucedió, y ahora sigo contemplando a ese Niño que es Dios y hombre verdadero. Y continuaré contemplándole por los siglos de los siglos, de eso estoy seguro.

¿Quién puede negar que he sido un burro afortunado?

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