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MIRARLO A ÉL

Mirarlo a él

Estamos ya en la víspera de comenzar -mañana Domingo de Ramos- la Semana Santa. Es lógico que nos dispongamos lo mejor que podamos, con la gracia de Dios siempre, para acompañar muy de cerca al Señor. Para ser parte de ese grupo de mujeres y san Juan y unos pocos más, en torno a santa María. Animados por la fortaleza de María, para seguir de cerca los pasos del Señor: el camino del Calvario.

No nos podemos conformar con una mirada lejana de lo que pasó hace dos mil años. Como quién vislumbra a lo lejos una silueta, que no tocan ni la cabeza ni mucho menos el corazón.

Tenemos que acercarnos lo más cerca posible y eso es en el fondo: oración. A partir de los textos bíblicos, el evangelio, la narración de los hechos de la pasión y muerte de Jesús o de algún libro que nos ayude. Pero hay algo absolutamente intransferible, personal que es la contemplación.

Cada uno se acerca desde su propia vida: desde tu vida actual, tal como estas, en lo que estas, tal como te sientes, con las alegrías y las penas de la vida… Te acercas a este Cristo, Dios hecho hombre que da su vida por ti.

“Me amó y se entregó a la muerte por mí”,

(Gal 2, 20)

escribió san Pablo en la carta a los Gálatas. Y también nosotros, tú y yo podemos decir: -Me amó y se entregó a la muerte por mí. ¡Qué locura! ¿Verdad?

Como todo un Dios viene a rescatarnos, desde lo más bajo de nuestra miseria personal para, en expresión bíblica, “hacerse pecado”. Y así recuperarnos, rehacernos, recrearnos. Y de quienes éramos esclavos, hombres y mujeres atrapados en esta enfermedad tremenda que es el pecado, Cristo nos libera.
Nos lleva de la oscuridad a la luz, de la esclavitud de la libertad. Somos hijos de Dios. ¡Qué grande! ¿Verdad?

EL AMOR DE DIOS

Celebramos en Semana Santa el amor de Dios, el extremo absoluto, inimaginable… ¿Quién podría decir que el asunto iba a terminar así? Celebramos el amor de Dios, pero no el amor a Dios o el amor de Dios en términos generales, sino el amor de Dios por mí, por cada uno, por todos.

No basta con creer que Dios existe. La fe sobre todo es creer en el amor que Dios nos tiene. “Creo en Tu amor por mi Señor, creo en Tu Providencia, creo en tu cuidado amoroso sobre mi vida. Me fío plenamente de Ti y me has demostrado ese amor derramando hasta la última gota de Tu sangre en el extremo más absoluto del dolor y el sufrimiento.”

¿Cómo desconfiar? ¿Cómo permitir que entren en nuestra vida las quejas, los lamentos? Cuando el Señor lo sufrió todo, para rescatarnos, para sanarnos de todo. No hay ninguna enfermedad del alma que Cristo no pueda sanar.

Si tú estuvieras en una situación muy -por así decir- profunda de pecado, la gracia de Dios es sobreabundante. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.

Todos los pecados, todos los tuyos son una gotita de tinta negra en un mar inmenso, infinito de agua transparente. La misericordia de Dios no tiene límite. Somos nosotros los que ponemos límite a esa misericordia, somos nosotros los que nos resistimos a dejarnos sanar, a dejarnos limpiar.

Somos nosotros los que permanecemos voluntariamente en esta misteriosa esclavitud del pecado. ¿Cómo no pedirle al Señor que nos libere de tanta soberbia, tanto orgullo, egoísmo, tanta frivolidad, tanta sensualidad?…

“Señor, ayúdanos, libéranos, has que vivamos en la libertad y gloria de los hijos de Dios. Que vivamos Tu vida.”

ACOMPAÑAR A CRISTO

La pasión y muerte de Cristo es una invitación a acompañarle tan de cerca, para así también nosotros resucitar con Él y comenzar una vida nueva. Si vivimos estos días el recogimiento en la oración y en la participación en las distintas ceremonias litúrgicas, que tanto nos ayudan, bueno, entonces experimentaremos esa muerte al pecado y, a su vez, ese renacer a la vida nueva.

Dios nos ama, Dios nos quiere, nos perdona, nos acompaña, nos espera en el cielo para siempre. Las penas de la vida y las dificultades adquieren, su justo lugar. Podríamos decir: su contexto. ¿Cuál? Mirar a Cristo, contextualizar nuestras penas y dolores mirando a Cristo. Y no hay pena ni dolor que el Señor no haya sufrido indeciblemente más. Hay que mirar a Jesús.

CRISTO DEL CALVARIO

Nos servimos ahora de una poesía, muy bonita, de la Premio Nobel chilena Gabriela Mistral, Cristo del Calvario, así se llama:

“En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y sólo estás? ¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias. El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y solo pido no pedirte nada. Estar aquí junto a tu imagen muerta e ir aprendiendo que el dolor es solo la llave santa de tu santa puerta.”

Aquí la poetisa nos hace ver muy bien esto que nos ocurre tantas veces: de mirar nuestras penas y dolores descontextualizados y nos quedamos atrapados, encerrados en esa visión subjetiva.

Y nos invitan entonces, la poetisa, a mirar a Cristo, también a experimentar un poco esta vergüenza: ¿cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo explicarte a Ti, mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás?

¿Qué son mis rasguños comparados con tus heridas? Mirar a Cristo y así decir: Señor, lo mío, esto mío es poco, pero te lo doy y te lo doy enteramente.”

Entonces nos sentiremos confortados por su amor; por la fuerza de su gracia, le veremos un sentido pleno a lo que nos toca vivir, que es el camino para avanzar hacia esa santa puerta que es el Cielo, la Pascua eterna que nos espera.

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