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MIRAR ES AMAR

MIRAR ES AMAR

PAN DE VIDA

Estamos inmersos en el discurso del Pan de vida. Esta predicación tuya Señor en Cafarnaúm en el que incoas la Eucaristía. Bueno, aunque incoar, incoar… yo creo que la haces evidente, aunque todavía no la has instituido.

Las palabras son claras:

Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed”.

(Jn 6, 35-36)

Pero quienes te escuchan no terminan de entender. De entender o de aceptar.

Pero Tú, aparte de recalcar lo verdadero de tus palabras, que no dan lugar a equívocos, a equivocaciones, intentas explicar lo esencial del mensaje. Porque es a través de la Eucaristía que te quedarás en esta tierra para ayudarnos a nosotros los hombres… De manera que, contigo, podamos alcanzar el cielo.

“Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

(Jn 6, 39-40)

Te doy gracias por cuidarme, por no dejar que me pierda, Señor. Por hacerlo haciéndote hombre y haciéndote cosa: alimento para el alma, pan.

Recibiéndote, comulgando, me dejo ayudar. Porque allí te encuentro empeñado en que no se pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día.

Pero es que además, esto es tan físico, tan material, tan palpable, que se puede ver. Y lo dices así: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

VER Y CREER

Verte. Ver. Ver y creer.

Y te veo Jesús en las escenas del evangelio. Te miro y me miras.

Como leí hace poco:

Dicen que «mirar es amar». Mirarte, contemplarte es amarte. Con mis miradas, Señor, voy descubriendo tu amor.

Te miro a los ojos y descubro unos ojos hermosos que no se cansan de contemplarme, de bendecirme, que brillan como el rubí, que reflejan los mil colores de la felicidad.

Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.

(Jn 6, 40)

Hoy te pido que pongas en mí tu mirada. Ámame y pídeme lo que quieras. Mírame y envíame donde gustes. Háblame y hablaré de Ti. Señor, mirar es amar. (…) Que cada día de mi vida tu mirada ilumine mi día y disipe las tinieblas de mi corazón. Mírame hoy, ahora y por toda la eternidad

(Acercarse a Jesús Pascua, Josep Maria Torralba).

TE MIRO Y ME MIRAS

Señor, te miro y me miras. Parece simple, pero ¡una mirada es una mirada! Hay tantas cosas que puede contener una simple mirada. Justo estos días le daba vueltas en mi cabeza a la siguiente reflexión que te comparto:

Cuando dos personas cruzan sus miradas en silencio sin decirse nada, apenas pueden soportar sus miradas. Nos resulta incómodo, incluso violento [a veces], mirarnos a los ojos por algún tiempo, aunque resulte corto, incluso en el caso de que exista una relación cordial. 

De hecho, en algunas culturas –en Rusia, por ejemplo– es una gran falta de respeto mirar a alguien a los ojos. La sensación de incomodidad se atenúa –pero no desaparece– cuando la mirada mutua a los ojos acontece en el seno de una conversación.

En ese caso, además, sostener la mirada de alguien [nos puede] (…) desconcentrar. Algunos expertos en negociación sugieren la técnica de que en una conversación se mire al punto que está encima de la nariz, entre las cejas, para no transmitir una imagen de falsedad. 

Porque, por otro lado, al menos en nuestra cultura occidental, mirar a los ojos en una conversación es señal de franqueza, de honestidad. Más aún, la mirada al otro llega a crear todo un mundo de afecto mutuo y de intimidad. 

Los que se quieren se miran a los ojos, comparten su interioridad de esa manera física, se contemplan, se andan con contemplaciones.

Incomodidad, desconcentración, pero también honestidad, intimidad.

 ¿Por qué? ¿Qué pasa cuando miramos a los ojos? 

En el fondo, lo que sucede es que cuando miramos, miramos desde una interioridad, la propia, y miramos a otra interioridad, la ajena la del otro. Y ello porque la cara es la parte más espiritual del cuerpo –es el espejo del alma, solemos decir–, y dentro de la cara, los ojos son la puerta a la intimidad. Por esa razón, mirar a los ojos suscita todo ese abanico de impresiones.

 El evangelio nos deja varios destellos sobre lo amable de la mirada de Jesús. En alguna ocasión ese cruce de miradas puede resultar incómodo, porque no queremos que Jesús mire la oscuridad de nuestro interior. 

Pero entonces esa incomodidad también es algo estupendo, como un reproche afectuoso que nos ayudará a cambiar

(La historia de amor más grande jamás contada, Javier Aguirreamalloa).

¡MÍRAME!

Señor, te lo pido: mírame, que yo te miro, intento mirarte… Si el cruce de nuestras miradas equivale a un reproche afectuoso: ¡bienvenido sea!

Ya que Jesús nos está hablando en este discurso del Pan de vida.

Y es precisamente en ese discurso donde nos habla de verle, de mirarle, te cuento una historia sobre la mirada de Jesús en la oración de las personas.

Sucedió en algún lugar del altiplano guatemalteco. Una mujer piadosa, practicante, se había animado a tomar un turno de adoración al Santísimo en su parroquia.

El Señor iba a permanecer expuesto en la custodia y el cariño es el que mueve a no dejarle solo, sea la hora que sea. Por eso, aquella buena mujer decidió apuntarse al turno de las 3:00 de la mañana.

Su marido no era practicante, no era católico siquiera, es más, era el pastor protestante del pueblo en el que vivían.

Aquello no es que les generara conflicto, pero, claro, cada uno practicaba su fe de acuerdo con lo que cada uno creía. Pero, al enterarse su marido que ella saldría a las 3:00 de la mañana le dijo que la acompañaría. Por supuesto que no iba a entrar a la capilla de adoración, pero la acompañaría porque, como decía él: “aquellas no eran horas para andar sola por las calles”.

Así que se fueron. Llegaron y él aguardó fuera. Hacía un frío tremendo (porque el altiplano es muy frío). Y este hombre esperaba fuera. Llegó a tal punto el frío que pensó: “voy a entrar a calentarme un poco porque esto no hay quién lo aguante. No voy a hacer nada, porque no creo en estas cosas. Pero necesito un poco de calor”.

Entró. Y al entrar vio al Señor (te vio a Ti, Jesús) en la Custodia. Y bastó ese cruce de miradas. Aquel hombre cayó de rodillas y aquel fue su momento de conversión. El pastor protestante pidió recibir la catequesis y ser bautizado en la Iglesia católica a partir de un cruce de miradas con Jesús Eucaristía.

Jesús, te lo pido: mírame, que yo te miro, intento mirarte…

Te lo pedimos, y se lo pedimos también a tu Madre Santísima cada vez que rezamos aquella conocida oración, la Salve Regina: <uelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos.

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