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UNA LÁMPARA QUE SE CONVERTIRÁ EN UN SOL

lámpara

Si nos acercáramos, Jesús, a Vos, como alguno de los personajes que lo hacen así en el Evangelio, para preguntarte: “¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que hacer para llegar al Cielo?”

O si te preguntáramos, todavía más básico: “¿Para qué estamos?” Seguramente nos contestarías, Señor, que lo que tenés que hacer es cumplir los mandamientos. Eso es lo que te lleva al Cielo.

O nos podría decir que vos estás para amar al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas y al prójimo como a vos mismo, porque para eso nos hiciste.

Nos podría venir la pregunta, Señor, ¿cómo voy a amar a Dios sobre todas las cosas si no lo puedo ver, si no lo puedo tocar, si no sé cómo es? Porque no se puede amar algo que no se conoce.

Puedo amar a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos, mi club, mi país, mi trabajo… pero y Dios, ¿dónde está?

Para amar a nuestro Padre Dios, efectivamente, necesitamos conocerlo, saber que Él es bueno, que es sabio, que es poderoso, que nos creó, que nos conoce y que nos quiere. Sin embargo, Él no quiso mostrarnos todo eso que, aunque es cierto, es así.

No quiere mostrarse de manera evidente e irrefutable a nuestros sentidos, porque si lo hiciera no nos quedaría otra posibilidad que amarlo, que someternos a Él, que rendirnos ante su grandeza y su poder.

LIBERTAD

Si hay algo que Dios quiere, es nuestra libertad. Que amemos a nuestro Padre Dios (como nos dirías Vos Jesús). Pero amar implica libertad. Sin embargo, Dios no nos quiso dejar sin nada. Lejos de eso se hizo Hombre.

Ahora Jesús, en estos minutos, queremos hablar con Vos y hecho Hombre podemos ver a Dios, escucharlo, aprender de Él. Podemos, Jesús, conocerte, conocer tus reacciones, palabras; imaginarnos algunas cosas como tu mirada, tu voz…

Pero claramente, a través del Evangelio podemos conocerte y, además, podemos creer que Vos sos Dios por el testimonio de otros y por la gracia, sobre todo de la fe.

Eso es un poco lo que hoy, en la fiesta de la Transfiguración que hoy celebramos en la Iglesia, la Iglesia nos cuenta a través de las lecturas. La de san Pedro, que es la segunda, se ve cómo él animaba a la gente de su tiempo a creer, porque les decía:

“No nos fundamos en fábulas fantasiosas. Cuando les dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Y en particular, (mira lo que dice san Pedro) Jesús recibió de Dios poder, honor y gloria cuando, desde la sublime gloria se transmitió aquella voz: ‘Este es mi Hijo Amado en quien me he complacido’. Y esa misma voz, transmitida desde el Cielo, es la que nosotros oímos estando con Él en la montaña sagrada”

(2Ped 1, 16-18).

Mira cómo san Pedro anima -a los que ya no te veían Jesús, sino que te conocían a través de la predicación apostólica-, a creer en tu divinidad, por ese testimonio de quien escuchó la voz en la montaña, cuando te transfiguraste, cuando tus ropas se pusieron tan blancas y estabas ahí hablando con Moisés y Elías y se escucha esa voz del Cielo:

“Este es mi hijo amado en quien me he complacido”.

Ese testimonio les da para que puedan creer.

“Así tenemos más confirmada la palabra profética”.

Porque ya los profetas habían hablado de tu venida Señor y ese testimonio, la Transfiguración, hizo que tengamos más confirmado que sos Vos el Mesías.

“Por eso hacemos muy bien en prestar atención a ese testimonio, a esa fe, como una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestro corazones”

(2Ped 1, 19).

FE

Mira qué bueno esto y ahora nosotros, en la oscuridad, de que no vemos con los ojos, la carne, a Dios, tenemos, sin embargo, esa lámpara, la lámpara del testimonio, la lámpara encendida por la fe y esperamos llegar un día a que salga con el sol, a ver, con ese astro, con esa luz, un lucero, dice también una estrella, a eso nos llevará la fe.

Mientras tanto, con la fe, podemos Jesús creer en Vos, conocer a tu Padre, con las cosas que Vos nos revelás de Él y amarlo, cumplir ese primer mandamiento.

Por eso hoy, fiesta de la Transfiguración, de cuando quisiste Señor mostrarte un poquito de tu divinidad, a aquellos tres apóstoles que te llevaste al monte sagrado, al Tabor, a Pedro, a Santiago y a Juan, darles así ánimo, acrecentar su fe, ya que poco después vendría tu Pasión.

Es un buen día para que nosotros también nos fortalezcamos en la fe y busquemos hacer actos de fe. Creer por las luces, las lámparas que se han ido encendiendo en nuestra vida, que, a veces, pueden estar más luminosas.

Nos hace mucho bien cuando, de alguna manera Señor, sin nunca forzar nuestra libertad, percibimos tu presencia, tu divinidad, tu amor, ya sea porque escuchás una petición, porque me das un consuelo, porque veo la santidad de otras personas.

Porque de alguna manera u otra, me doy cuenta de que estás, de que sos Dios, de que me brindás alguna caricia que me afirma en la fe, ya sea porque hacemos actos de fe, de confianza, de abandono y esto también nos refuerza en el camino, en creer.

QUE CREZCA LA LÁMPARA

Me imagino que tendrás tu experiencia; cuando uno hace un pasito de fe, de -por ejemplo- rezar, hablarle a Dios, aunque no lo veo, aunque no escucho sus respuestas, le hablo porque creo; como decimos al comienzo de la oración:

que me ves, que me oyes…

Y eso también alimenta nuestra fe.

Otra manera de que crezca esa luz, ese lucero o esa lámpara que se convertirá en lucero, como un sol que amanece, es también buscar conocerte más Señor, darle contenido a nuestra fe a través del Evangelio, a través de esas enseñanzas que nos hace la Iglesia, a través de lo que han escrito los santos.

Y así, podemos vivir ese primer mandamiento que es: amarte.

No nos lo pedirías Señor si no nos dieras también la gracia y los medios para poder llevarlo a cabo. Amarte a Vos Jesús, amar a tu Padre y también querer al prójimo como a nosotros mismos.

Vamos a celebrar esta fiesta, vivir este día de hoy, quizá pensando de qué manera te me transfiguraste a mí; de qué manera, a lo largo de mi historia, en mi vida, en mi trato con Vos Señor, cuántas veces me mostraste un poquito de esa presencia tuya, de tu divinidad, para fortalecerme en la fe y así, creyendo, conociéndote, yo pudiera amarte cada vez más.

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