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ATRÉVETE A DEJARTE MIRAR POR CRISTO

ATRÉVETE A VER LAS ENSEÑANZAS DE JESÚS

Gran parte de las enseñanzas de Jesús nos las transmitió, otra vez, de parábolas; de relatos sencillos y profundos a la vez tomados de la vida corriente: del comercio, del trabajo de la pesca, del pastoreo, de la construcción, etc., que iluminan misterios insondables del amor de Dios respecto de los hombres y también de las realidades profundas del corazón humano.

Iremos a escuchar las parábolas del Señor, no como un relato antiguo, sino como una verdad que nos interpela dirigidas a cada uno de nosotros hoy.

Cómo no acudir al Espíritu Santo y pedirle con fe: “¡Ven envía un rayo de tu luz!” Para que también estas palabras de Jesús, tan actuales, provoquen en mí una conversión.

El texto de hoy, trigésimo domingo del Tiempo Ordinario está tomado de San Lucas en el capítulo 18 y dice así:

“En aquel tiempo Jesús dijo esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos, por considerarse justos y despreciaban a los demás …”

(Lc 18, 9)

Esto ya nos ponen atención… Es una tentación bastante frecuente de confiarnos en nosotros mismos y a partir de ahí sentirnos o pensar que somos superiores a los demás; incluso caer en esta posibilidad de despreciar, mirar de menos a otro.

Quizá podemos, desde el principio de estas palabras, hacer un propósito de querer aprender de los demás. No permitir perdernos de esa posibilidad real: de toda persona yo puedo aprender algo. Sobre todo, de quienes tenemos más cerca y así huimos, de un modo positivo, de esta tentación de despreciar a otro.

Y eso al final, aparte de ser injusto y faltar a la caridad, es un empobrecimiento, nos empobrece, dejamos de enriquecernos con el don del otro. Pidámosle al Señor, un corazón abierto para aprender siempre algo de los demás y a veces, más que algo, mucho.

Entonces esto es como el contexto a quién va dirigida esta enseñanza de Jesús: a quienes desprecian a los demás por sentirse ya superiores…

COHERENCIA DEL ALMA

“- Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano…”

(Lc 18, 10)

Bien sabemos los fariseos, un grupo religioso del mundo judío de entonces, muy practicantes, muy preocupados de las formas, rigurosos, incluso escrupulosos para cumplir hasta el más mínimo detalle de la ley, pero siendo buenas sus obras, por dentro estaban corrompidos de vanidad, orgullo, autorreferencia.

En la tentación de quien, en vez de vivir cara a Dios, vive cara a los demás, más bien cara así mismo, busca la admiración de los demás, más que la aprobación de Dios.

Por eso que Jesús en otro lugar dirá:

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí…”

(Mc 7, 6)

Que pena sería que El Señor nos dijera algo así a cada uno de nosotros: -Tú me honras con los labios, con tus labios, rezas, pero tu corazón está lejos de mí. Porque desprecias a los demás, porque no te sabes, ni te sientes necesitado, necesitado de conversión.

Pidámosle al Señor esta coherencia profunda del alma, de nuestro corazón con las obras. Que nuestras obras reflejen nuestro corazón, que hagamos el bien con rectitud de intención.

Qué es lo que, precisamente, le fallaba a estos hombres, los fariseos, hacían el bien, pero eran viciadas esas obras por la poca rectitud con que las realizaban.

Y los publicanos eran, como bien sabemos, aquellos que se dedicaban a la recolección de impuestos para el imperio romano y eran despreciados por todos. Sería el equivalente al actual mafioso, un hombre de mal vivir y que vive de la avaricia y de la injusticia.

MIRAR A CRISTO

Subir ambos a rezar al templo y el que era fariseo lo hacía erguido, lloraba así en su interior:

“-Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros y tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que tengo.”

(Lc 18, 11-12)

Esto no es verdaderamente una oración, es una frase autorreferente, no está rezando a Dios, aunque comience así:

“-Oh, Dios te doy gracias…”

No es tampoco un acto de gratitud frente al don de Dios, se está mirando al espejo.

Se mira a sí mismo y se siente satisfecho, por sus obras exteriores. Tiene la conciencia completamente tranquila y, sin embargo, está en el error. A los ojos de Dios está muy enfermo y se cree sano. Podríamos decir, tiene la piel sana, pero el corazón a punto de caer en un infarto; tiene la piel sana, pero los pulmones destruidos.

“Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, hombres, ladrones, injustos, adúlteros y tampoco como ese publicano, ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”

(Lc 18, 11-12)

Este pobre hombre, tenía la conciencia tranquila, porque no estaba dispuesto a mirar con lo que había en su corazón, no estaba dispuesto a mirar el fondo de su alma. Desde esa inseguridad prefería quedarse con lo externo, con sus obras visibles, tangibles.

Es una tentación… es una tentación que también a nosotros nos puede acechar: no atrevernos a mirar. ¿Y qué hay que hacer? Pedirle al Señor la fuerza, la valentía de dejarnos mirar por Él.

La mirada de Cristo es verdadera, sí, pero a la vez es una mirada llena de misericordia. Nos muestra lo que está mal, sí; no nos engaña, nos hace ver las cosas en su justa dimensión, pero a la vez, nos llena de su amor misericordioso.

LA CONVERSIÓN NOS HACE NUEVOS

Por eso, nos atrevemos a mirar hacia adentro y decir: “Señor, en esto te ofendí, perdóname.” Entonces se da ese paso precioso que es la renovación de la persona desde el pecado hacia la gracia divina. Nos hacemos nuevos por la conversión.

También tú y yo estamos necesitados de conversión. No debemos compararnos con los demás, como hacía este fariseo para sentirse tranquilo y superior. Hemos de mirar a Cristo, mirar a Cristo.

Ver todo lo que el Señor ha puesto en nuestra vida, para así llenarnos de gratitud y de confusión -si queremos- frente a nuestras faltas de entrega, de correspondencia a su amor.

¿Pero qué pasa con el otro personaje? El publicano, en cambio, quedándose atrás no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:

“- Oh Dios, ten compasión de este pecador…”

(Lc 18, 13)

¡Qué bonita es esta oración, auténtica! Las dos comienzan con la misma expresión: “-Oh Dios, …”. Pero en este caso, realmente desde el corazón, desde la fragilidad, desde su condición de pecador, se dirige al Señor recurriendo a su compasión, a su misericordia divina, para que le perdone.

Entonces, en el caso del fariseo, un hombre bien portado, con conciencia errónea respecto de sí mismo; conciencia tranquila, pero encerrado en su pecado. El publicano, en cambio, hombre quizás mal portado, pero abierto a la misericordia de Dios, precisamente, porque reconoce su falta.

Pidámosle a la Virgen Santísima que nos ayude a dejarnos mirar por Cristo, saber que siempre encontraremos, desde la verdad de Jesús, su perdón sin condiciones.

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