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P. Federico

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LEPROSO

Se acerca un leproso, por muy impuro que lo consideren y que se considere. Tú y yo podemos también acércanos y decirle: “Señor, si quieres, puedes curarme, puedes limpiarme”.

“Al bajar del monte le seguía una gran multitud. En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: —Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: —Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra. Entonces le dijo Jesús: —Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.” (Mt 8, 1-4)

Esta es la escena del Evangelio de hoy. Para hablar con Jesús reviviendo esta escena te comparto un texto que a mí me ha servido más de una vez para hacer mi oración.

Vamos tú y yo caminando con Jesús. Y

caminando con Jesús se nos hace corto el trayecto. Pasábamos cerca de una ciudad, cuando vimos de lejos aquella sombra de hombre. Nos quedamos todos en silencio.

Había aparecido de golpe, como si estuviera aguardando al Maestro, escondido en algún recodo del camino. Se movía con dificultad…

Sus piernas y brazos iban envueltos en vendas rotas y sucias. Sus vestidos desgarrados. Un velo cubría su boca.

Se acercó a Jesús. Se puso de rodillas y luego se tumbó en el suelo delante de Él. Nos quedamos con la boca abierta. Todos —menos Jesús— dimos un paso hacia atrás.

¡Es un leproso! «Tendría que haber gritado “tame”, “tame” (impuro, impuro). “¡Cómo se atreve a venir!” (pensamos tú y yo). Está prohibido a un leproso acercarse a la gente sana. Su obligación es vivir solo, lejos de la civilización, en alguna cueva, con los animales… Es más: ¡Está prohibido tocarlos!

SI QUIERES, PUEDES LIMPIARME…

¡CONTIGO SÍ!

Conocía la lepra, esa enfermedad terrible. Muchas veces he rogado a Dios para que me libre de ella. Primero la piel, luego los músculos, los tendones…, todo el cuerpo. Poco a poco se come a la persona. Es cuestión de tiempo. Los labios, la nariz, los dedos… van desapareciendo. El cuerpo se llena de úlceras. Los nervios son atacados produciendo intensos dolores. Por fin, después de muchos años, algún órgano vital es atacado y llega la muerte.

Nunca había visto un leproso como aquél. Estaba totalmente cubierto de lepra. El rostro era irreconocible. Imposible adivinar su edad. Las manos eran muñones.

Ahora está ahí. Delante del Maestro. Jesús lo mira con amor. El leproso, postrado, hecho una bola en el camino. Solloza. Levanta la cabeza. Busca a Jesús. El Señor no se asusta. ¡Lo ama!

El hombre tenía miedo de ser rechazado. Pero venció el miedo y fue a Jesús. Oímos la voz rota del enfermo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». «Si quieres».

Le dice: «Límpiame, cúrame…, estoy muy solo. Soy un vivo que está muerto. Todos me desprecian…, pero si Tú quieres puedes limpiarme».

Luego, baja la cabeza y otra vez se queda en medio del camino hecho una pelota de carne y harapos.

Jesús se acerca a él. Se inclina, extiende la mano y le toca la cabeza, después acaricia su rostro rasgado, mientras le dice: «Quiero, queda limpio».

Lo que ocurre a continuación es difícil de explicar. Sucede en pocos segundos, casi instantáneamente. Como si fuera otro, aquel hombre encorvado, destrozado, sin rostro… nos mira.

Un ¡oh! sale de nuestras gargantas. Su cara es hermosa. Su piel limpia. Sus ojos negros miran a Cristo. Luego observa con atención sus manos, sus dedos, se quita las vendas de los brazos y de las piernas… ¡¡Está curado!!

«Gracias, Maestro mío», le dice a Jesús.

AMOR A LA SANTA PUREZA

Pero no se queda solo en ese agradecimiento. Le dice que quiere quedarse con nosotros, pero Jesús le dice: «Anda, preséntate al sacerdote, y lleva la ofrenda por tu curación según prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».

Señor, yo también estoy sucio, lleno de llagas y pústulas. Mis manos, mis ojos, mi boca, mis oídos los he manchado muchas veces con el pecado. No soy como tendría que ser.

Hoy te pido que me des un gran amor a la virtud de la santa pureza. El cuerpo es bueno, pero tiene que servir al alma, y ésta a Dios.

La pureza es virtud de hombres y mujeres que quieren servir a Dios antes que a sus cuerpos. Es virtud preciosa que da muchos frutos. De ella se puede recoger: La generosidad y la alegría. La perseverancia. El amor a la vocación. El amor a la familia. La facilidad para hablar con Dios.

Dame Jesús un gran amor a la pureza. Necesito tu gracia para vivirla: en mis ojos: rechazando las imágenes obscenas, mirando con limpieza a las personas, yendo por la calle en presencia de Dios, controlando la curiosidad.

Necesito tu gracia para vivirla:

En mis oídos: no escuchando relatos sucios, comentarios, no oyendo canciones indignas de un cristiano.

En mi lengua: no echando basura a mis amigos con conversaciones obscenas

Mi cuerpo: no yendo a lo cómodo, rechazando con prontitud las sensaciones impuras, viviendo el pudor (guardando mi intimidad a los ojos ajenos) y la modestia (no buscando llamar la atención a cualquier precio)

En mi mente: controlando la imaginación, quitando con rapidez los pensamientos y deseos impuros, apagando los primeros chispazos de la tentación.

Necesito tu gracia para vivirla en mi corazón: no buscando afectos que me aparten de Ti; evitando las situaciones peligrosas que me empujen a pecar.

SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN

pecadores

Señor, yo solo no puedo. Vengo a Ti y te digo con la humildad del leproso: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Con tu gracia y la protección de María podré vivir una vida limpia.

Si caigo seguiré tu consejo: «Anda, preséntate al sacerdote», y en la Confesión me perdonarás y curarás. ¡Señor! si quieres, puedes curarme…” (cfr. Acercarse a Jesús 1. Adviento – Navidad, Josep Maria Torras).

¡El Señor por supuesto que quiere! Este leproso nos da una auténtica cátedra de qué significa acercarse a Jesús y hablarle desde el corazón; sin importarnos la suciedad de nuestra carne, de nuestra alma, todo…

No podemos dejar de acudir también a nuestra Madre Santa María, por eso termino con unas palabras de san Josemaría, que dice:

“Si yo fuera leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas. —Pues, ¿y la Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las heridas, que nos alcanza la curación”

(Forja 190).


Citas Utilizadas

2Rey 25, 1-12

Sal 136

Mt 8, 1-4

Acercarse a Jesús 1. Adviento – Navidad, Josep Maria Torras

Reflexiones

 

“Señor, si quieres, puedes curarme, puedes limpiarme”

Predicado por:

P. Federico

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